En Sinaloa, la palabra resiliencia ha dejado de ser adorno. Se ha vuelto práctica diaria, herramienta de sobrevivencia y, a veces, el único motor que mantiene en pie a quienes no pueden detenerse.
No hay empresario, comerciante o trabajador que no tenga una historia reciente de resistencia: al aumento de los precios, a la escasez de clientes, al crédito que nunca llega o a la incertidumbre que no se va.
Durante cuatro años de conversaciones en Jueves de Julio, he escuchado una constante: la capacidad del sinaloense para salir adelante sin quejarse demasiado, reinventarse con pocos recursos y mantener viva la dignidad del trabajo.
Esa es la cara más auténtica de nuestra economía. La que no aparece en los indicadores, pero sostiene al estado.
1. Hay panaderías que resistieron la pandemia con hornos apagados y ventas por WhatsApp.
2. Abarroteros que aguantaron los días más duros fiando a sus vecinos.
3. Empresarios que prefirieron endeudarse antes que despedir a su gente.
4. Y mujeres que, sin acceso a créditos ni programas, transformaron su casa en taller, cocina o guardería.
No se trata de romanticismo, sino de realismo social.
Mientras la inflación sube y los costos se disparan, la microempresa sinaloense sigue siendo un acto de fe diaria, una lucha silenciosa contra la precariedad, la inseguridad y la burocracia.
El gran mérito es que, a pesar de todo, sigue generando empleo, mantiene viva la cadena de abasto y da rostro humano a la economía.
Sin embargo, esta fortaleza tiene un límite.
No podemos seguir celebrando la resiliencia sin preguntarnos por qué la necesitamos tanto.
- ¿Por qué un empresario tiene que ser héroe para sobrevivir?
- ¿Por qué los trámites son castigo, la formalidad cuesta más que la informalidad y la seguridad depende de la suerte?
Si la resiliencia se convierte en costumbre, deja de ser virtud y se vuelve síntoma.
Por eso, el verdadero desafío de Sinaloa no es resistir: es crear las condiciones para no tener que hacerlo siempre.
Condiciones donde la educación técnica esté al alcance, donde el crédito llegue sin favores, donde la formalidad sea incentivo, no obstáculo.
Detrás de cada MiPyme hay una historia que el sistema rara vez escucha.
Y cuando esas historias se conectan —como lo han hecho durante estos cuatro años de diálogo—, forman una red invisible que sostiene a todo un estado.
Una red hecha de confianza, esfuerzo y sentido de comunidad.
Ahí está la verdadera riqueza de Sinaloa: en la capacidad de su gente para cooperar, compartir y reconstruir una y otra vez.
Hoy, más que nunca, necesitamos que esa fuerza silenciosa encuentre eco en las instituciones.
Que el discurso de apoyo se traduzca en reglas claras, incentivos reales y respeto.
Porque el desarrollo no es una meta lejana; empieza en cada negocio que resiste, en cada emprendedor que no se rinde y en cada ciudadano que sigue creyendo que vale la pena hacer las cosas bien.
Sinaloa al límite, sí.
Pero también, Sinaloa en movimiento.
Un estado que, pese a todo, sigue trabajando, creando y soñando.
Y mientras esa llama siga encendida, habrá futuro.