En un solo año, Sinaloa perdió más de 2,300 empresas formales, lo que equivale a una caída del 5.5% del total de patrones registrados ante el IMSS, más del doble del promedio nacional. No se trata solo de una estadística: detrás de cada empresa que cerró hay empleos, familias y esfuerzos truncados. Lo más preocupante es que tres de cada cuatro de esas empresas eran micro, es decir, los negocios que más sostienen la vida económica local.
He analizado las cifras y lo que muestran es un desplome silencioso. Mientras el número de trabajadores formales creció apenas un 0.5%, la cantidad de patrones disminuyó drásticamente. Esto significa que el empleo que se mantiene está concentrado en menos manos, en menos empresas, con menor capacidad de expansión. En otras palabras: las empresas resisten, pero el empleo se congela.
La situación varía por regiones. Culiacán muestra una relativa estabilidad e incluso un ligero crecimiento, mientras el sur del estado —particularmente Mazatlán y su zona de influencia— enfrenta una contracción visible. El campo y la industria son los sectores más golpeados: la industria perdió más de mil empresas y más de cinco mil empleos, lo que refleja no solo el cierre de unidades productivas, sino una erosión más profunda de confianza e inversión.
Paradójicamente, el sector de la construcción tuvo un respiro: 648 nuevos patrones se sumaron al registro del IMSS. Este aumento podría vincularse con obras públicas, vivienda o formalización parcial de empresas que antes operaban en la informalidad. Pero ese repunte no compensa la pérdida estructural en el resto del aparato productivo.
He dicho antes que la economía sinaloense se sostiene en una dualidad constante: dinamismo en la inversión y debilidad en la base productiva. Esa contradicción se acentúa cuando observamos que las empresas que desaparecen son las más pequeñas, las más locales, las que generan empleos de cercanía. Y esa pérdida, más que un problema estadístico, es un golpe al corazón de la comunidad.
El desplome de patrones revela algo más que una crisis coyuntural: muestra la fragilidad del ecosistema empresarial. Factores como la inseguridad, la burocracia, la falta de crédito y la escasa capacitación están mermando la capacidad de sostener negocios en el largo plazo. Las MiPyMEs no necesitan subsidios ni discursos: necesitan certidumbre, acompañamiento técnico y políticas que las reconozcan como lo que son, el principal generador de empleo formal en Sinaloa.
Hoy, el reto no es solo detener la caída, sino reconstruir la confianza. Si los empresarios siguen resistiendo pese al entorno, las instituciones deben estar a la altura de esa resiliencia. Reactivar la economía requiere más que inversión pública: requiere fortalecer la base humana y productiva que da vida a cada comunidad.
Sinaloa no está derrotado, pero sí en pausa. Y esa pausa, si se prolonga, puede costar una década de crecimiento. Sin embargo, sigo convencido de que la recuperación es posible. La esperanza no está en los grandes anuncios, sino en las miles de microempresas que todos los días abren sus puertas, pagan nómina y sostienen la economía desde el esfuerzo cotidiano.
El empleo se ha congelado, pero la determinación de los sinaloenses sigue encendida. Si gobierno, empresarios y sociedad aprenden a sumar en lugar de resistir solos, Sinaloa podrá transformar esta pausa en un punto de partida. La confianza —esa palabra invisible pero esencial— será el verdadero motor de la reactivación.